Manejando bicicleta

Un niño que podría haber sido yo – Fuente: http://www.codehica.org.pe

No recuerdo cómo aprendí a manejar bicicleta ni cuándo fue la primera vez que me subí a una. Cuando tomé conciencia ya estaba sobre dos ruedas, cuidando de no volcar aparatosamente mientras un séquito de amigos incondicionales, cual atletas de olimpiada, corrían detrás de mi dándome la tracción que no les había pedido.

Nuestro proveedor de bicicletas, y diversión garantizada, era un vecino que vivía casi al frente de mi casa, a quien solo conocíamos como el Sr. Aroldo, quien además de recolector de cosas usadas, colchonero y vendedor (y tal vez algún otro oficio que los niños desconocíamos), era el único de nuestro barrio que se dedicaba al próspero negocio de alquiler de bicicletas. Y digo que era próspero, porque aunque a él nunca lo saco de la pobreza, siempre le proporcionaba un ingreso asegurado, en un barrio olvidado de Ica, en donde el niño que tuviera bicicleta era considerado millonario.

Por unos cuántos céntimos de sol, de los años 80, se podía uno montar por una fracción de hora en alguna de las bicicletas que se ofrecían. Y las había para todos los gustos: Grandes, pequeñas, con asiento posterior, viejas, más viejas. Las que tenían frenos costaban más. En realidad, no había mucha variedad pero era suficiente para un niño deseoso de montar sobre dos ruedas por unos minutos.

No podía ir a la casa del Sr. Aroldo, sin que lo notaran mis camaradas. No era posible librarse de ellos. Ni mi ángel de la guarda me tenía tan vigilado. Era como si olieran las monedas. Tampoco era que me molestara en demasía. Qué sería de la infancia sin tus amigos. Esos que siempre te ayudan a levantarte de las caídas, que en su mayoría, las producían ellos mismos.

El caso es que, apenas se enteraban de que conseguiste algunas monedas, aparecían cual hienas buenas, ofreciendo sus servicios en profesiones tan variopintas como «instructor de manejo», «sujetador de bicicleta», «ayudante de frenado», «impulsador inicial», «motor humano fuera de borda», «motor dentro de borda», «conductor de timón» o simplemente «barra incondicional». El único pago que esperaban era que les cedieras los últimos minutos de tu turno antes de devolver el vehículo. No importaba si les cedías 3 o 1 minuto. Con eso les bastaba para sentirse pagados.

No importaba si la bicicleta era muy grande. No hay obstáculo insalvable cuando hay ganas. Si desde el asiento no llegabas a los pedales; solo tenías que bajarte del asiento por un lado para alcanzar el pedal de ese lado, y atravesar la bicicleta con la pierna opuesta para alcanzar el pedal del otro lado. Claro que el cuerpo quedaba desbalanceado para un lado, pero se compensaba inclinando la bicicleta para el otro. Total, nadie dijo que hay que manejar en vertical ni que había que sentarse para manejar. Lo que cuenta es la habilidad.

Si lograbas alcanzar a los pedales sin bajarte del asiento, aunque sea para girarlos una fracción, ya te podías considerar «independiente», solo había que buscar una piedra o un ayudante para subirse y manejar sin detenerse. Ya luego veríamos como detenernos en una piedra, una pared o saltando. Las rueditas traseras de apoyo, esas que suelen usar los niños hoy en día, no existían en mi época, y aunque así fuera, no hubieran servido de nada en nuestro barrio lleno de piedra, tierra y baches

Tampoco, valía decir que la bicicleta no tenía freno. Muchas veces no te quedaba otra, porque las que tenían freno ya estaban alquiladas. Y eso no iba a arruinar tu tarde. Más aún con lo que tuviste que trabajar para conseguir los céntimos que te costaban 15 minutos de alquiler.

Detener una bicicleta sin frenos era fácil, solo bastaba con apoyar el pie en la llanta delantera, que casi siempre estaba expuesta porque los tapabarros eran un lujo desconocido en nuestro mundo, y presionar levemente hasta bajar la velocidad. Huelga decir que esta es una maniobra peligrosa que podría haber lastimado severamente al conductor, pero a mis amigos parecía no importarles y lo hacían hasta descalzos.

Las caídas, claro que no faltaron. Los raspones y las heridas tampoco. Sea contra el suelo, contra la pared o contra las plantas. No sé si muchas o pocas. Pero sí sé que de todas ellas me levanté. Y, ni por un momento pensé siquiera en rendirme.

A corta edad llegué a ser diestro en el desplazamiento sobre dos ruedas. Y andaba más sobre llantas que a pie. Cuando tuve el suficiente tamaño pude montar la bicicleta de mi padre, y un mundo nuevo se abrió ante mi. Al viajar por estudios, tuve que bajar del asiento y empecé mi carrera como caminante. Hoy muchos años después recuerdo con nostalgia esos días de la niñez y adolescencia sobre dos ruedas, porque, como dicen los viejos: «A montar bicicleta y al primer amor nunca se olvidan».


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